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Dos húngaros

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La guerra es un dura prueba de supervivencia. Por su propia naturaleza, cuando el hombre está resuelto a matar y aniquilar no respeta ninguna condición; nadie pone límites a las máquinas de hierro y fuego: una vez desatadas, consumen hasta la última molécula de civilización. En este escenario macabro, la infancia ocupa otra dimensión donde el peligro, el juego, la intuición, los sentimientos y el aprendizaje se funden en la mente del niño hasta dotar de significado a todo aquello que no lo tiene. El recorrido literario por las obras que describen escenarios de conflicto es muy largo: desde siempre, los autores han plasmado en relatos y novelas los recuerdos, vivencias, experiencias o, sencillamente, las ficciones que les han inspirado escenarios de guerra. En esta ocasión, nos vamos a fijar en dos escritores húngaros. Citamos a Imre Kertész en primer lugar por aquello de que recibió (y puede ser que hasta merecidamente) el premio Nobel. En la novela autobiográfica Sin destino describe la experiencia de un adolescente de quince años en un campo de concentración nazi; el chico va creciendo, madurando, iniciándose como adulto en esta perfecta recreación del averno en la tierra, donde la muerte representa el único alivio posible para alguien que está desperezándose a la vida. No todas las novelas sobre el Holocausto consiguen cautivar a los no iniciados, pero la citada Sin destino y, por mencionar otra obra de mérito, Si esto es un hombre de Primo Levi, logran conmover profundamente al lector más desapasionado.

Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. Así estando en la fila durante el recuento, si me cansaba y sin mirar si me encontraba en medio de un charco o si había barro, me dejaba caer, me sentaba y me quedaba sentado o acostado hasta que mis vecinos me levantaban a la fuerza. No me molestaban ni el frío, ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido.

La otra autora también es húngara. Huyó de su país hacia un destino incierto. Se apropió de un idioma nuevo y en él desarrolló toda su obra conocida. Agota Kristof fue una escritora peculiar. Durante cinco años trabajó en silencio en una fábrica de relojes suizos, quién sabe si dejando pasar el tiempo mientras maduraba lo que estaba por escribir. Después abandonó su trabajo, se separó de su marido y comenzó a estudiar francés. En esa lengua relató las andanzas de dos gemelos, Claus y Lucas, desarrollando la historia en una trilogía que en España se publicó en un sólo volumen. Curiosamente, Kertész ha renunciado a seguir escribiendo, tal y como Kristof decidió en su momento. Nos dejaron lo que llevaban dentro. Retazos autobiográficos del pedacito de la convulsa historia que les tocó vivir. Gracias a ellos podemos mirarnos al espejo, sumergirnos en la profundidad hueca de las pupilas y decirnos hacia dentro y hacia afuera “nunca más“.

Entramos en el campo. Está vacío. No hay nadie por ninguna parte. Algunos edificios siguen ardiendo. El hedor es insoportable. Nos tapamos la nariz y avanzamos, aun así. Subimos a una torre de vigilancia. Vemos una plaza muy grande en la cual se alzan cuatro piras negras. Localizamos una abertura, una brecha en la barrera. Bajamos de la torre y encontramos la entrada. Es una puerta grande de hierro, abierta. Encima está escrito, en lengua extranjera: «campo de tránsito». Entramos.

Las piras negras que habíamos visto desde arriba son cadáveres carbonizados. Algunos han ardido bien, no quedan más que los huesos. Otros apenas están ennegrecidos. Hay muchos. Grandes y pequeños. Adultos y niños. Pensamos que antes los han matado, y después los han amontonado y les han echado gasolina para prenderles fuego.

Vomitamos. Salimos corriendo del campo. Volvemos a casa. La abuela nos llama para comer, pero seguimos vomitando.


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