En su libro Recogiendo tempestades, segundo tomo de memorias del políglota Carlos Huero Caín, el autor recoge las impresiones de la larga convalecencia hospitalaria a consecuencia de un misterioso acceso que lo mantuvo paralizado en cama durante meses:
La piel blanda, teñida de un color ruin y salpicada por huellas cárdenas que firmaban decenas de agujas, envolvía una especie de sarmientos retorcidos que apenas sujetaban los huesos en su sitio. Las manos yacían a los lados del cuerpo, aguardando el aliento de una voluntad que se resistía a navegar por el cauce seco de los nervios dormidos…
Los médicos nunca confiaron en su recuperación e incluso se entabló una sonada disputa entre sus amigos poetas por ver quién redactaba el epitafio más sublime. De aquel suceso Huero siempre guardó recuerdo amargo: Ruines y mezquinos [los amigos]. Y lo fueron no tanto por cruzar apuestas sobre la fecha de mi muerte como por dedicarme atroces frases lapidarias, algunas de las cuáles llegaron a mis oídos: “Espíritu libre, observador atento, poeta mediocre”, “guardaremos como un tesoro la memoria de tus silencios”, “te recordaremos aun a nuestro pesar”… Sin embargo, la infatigable actividad creativa y epistolar nunca cesó por completo merced a los buenos oficios de su tía Luisa, que transcribía todo lo que el eminente sobrino le dictaba. Un tal Iglesias fue ejemplo de fidelidad y devoción hacia el artista en tales momentos de zozobra; y a él le dedicaba Huero estas frases de aliento en una carta fechada por aquellos días: “Te agradezco sentidamente el balón que me enviaste. Es enternecedor que la plantilla del primer equipo haya accedido a firmar el cuero. Pero me disgusta que consagres tu vida a un deporte tan sucio, sobre todo cuando llueve. Ni la canción ni el balompié han de darte de comer. Dedícate a cultivar los talentos que tienes, que alguno habrá [… ] Si es tu voluntad dedicarte al cuento, mi camarada Barísnicov puede echarte una mano”. Cascanueces, la grabación que hoy presentamos, es el resultado de aquella mediación.